La lucha de clases en la Revolución de Independencia

Escrito por: 

David Rodrigo García Colín Carrillo
 
Introducción
La Revolución de Independencia fue la eclosión de una serie de contradicciones sociales que, por un lado, fracturaron al bloque oligárquico que dominaba en La Nueva España –bloque encabezado por la aristocracia criolla y una minoría peninsular (gachupines)- y por el otro, abrieron las compuertas a una insurrección popular –protagonizada por las comunidades indígenas, proletarios rurales, mineros, artesanos, rancheros- acaudillados por una pequeña burguesía criolla ilustrada. Gracias a estas condiciones la insurrección popular –desde 1810 hasta 1815- no fue una simple jacquerie campesina aislada y las intrigas palaciegas no quedaron en episodios anecdóticos. Así la Revolución de Independencia en México, en su periodo de ascenso popular, fue una auténtica revolución social que la distingue de los procesos que simultáneamente protagonizaban solos los aristócratas en Buenos Aires, Quito y Santa Fe de Bogotá.  Esta lucha heroica debe ser recordada para sacar las lecciones pertinentes y remembrar a sus verdaderos héroes y protagonistas: el pueblo en armas y sus caudillos ilustrados. Es una historia que sólo puede ser cabalmente comprendida como una lucha de clases.
 
Esta formidable explosión social fue preparada por el ascenso económico, cultural y demográfico acontecido durante la segunda mitad del siglo XVIII –crecimiento que hizo surgir un incipiente sentido de nacionalidad en algunos sectores-, por las
reformas borbónica que afectaban a los intereses criollos, por una dolorosa disolución de las comunidades indígenas a favor de grandes haciendas y por el ascenso de nuevas aspiraciones burguesas y pequeñoburguesas que chocaban con un orden tributario y feudal. Además esas aspiraciones fueron alimentadas por el ejemplo de la Revolución Francesa, la Independencia de EUA y sus ideales ilustrados.  El catalizador inmediato de esta revolución fue la invasión napoleónica a España, pero ésta fue un accidente histórico que abrió las compuertas a lo inevitable.
 
La segunda mitad del siglo XVIII será el escenario de un desarrollo económico que minaría las bases del dominio colonial de la Nueva España. En los primeros dos siglos de la colonia las formas de explotación se habían basado en el tributo y expoliación de las comunidades indígenas. En esencia la conquista consistió en la sustitución del Tlatoani por los representantes del rey español quienes ahora se encargaban de la extracción del tributo. La encomienda y el repartimiento –base de la explotación colonial- no eran otra cosa que  tributo en especie y en trabajo respectivamente. Por eso la administración colonial se preocupó por proteger con leyes especiales la existencia de las comunidades indígenas, blindando a éstas de la esclavitud y eximiendo, como individuos, a los indígenas del diezmo y alcabalas para poderlos explotar mejor desde sus comunidades. Fueron algunos frailes como Alonso de la Veracruz y Vasco de Quiroga quienes impulsaron la protección de los indios de una explotación rapaz; más allá de las posibles buenas intenciones se trataba de proyectos funcionales para el sistema colonial. Se dice que Vasco de Quiroga se inspiró en Tomás Moro para impulsar las comunidades indígenas purépechas en Michoacán pero lo cierto es que los pueblos indígenas vivían en comunidades colectivistas desde muchos siglos atrás, comunidades que, curiosamente, el imperio español estaba interesado en preservar. Era necesario volver productivos a los pueblos indios después de que la conquista y las epidemias hubieran acabado con el 95% de la población.
 
Sin embargo el siglo XVIII fue escenario del desarrollo comercial y minero más importante de la historia colonial transformando la correlación de fuerzas. La producción minera se triplicó, se desarrolló la producción manufacturera, se dio
un crecimiento demográfico notable y se vivió un importante desarrollo de haciendas feudales que se fueron convirtiendo en parte importante de la economía colonial. No es casual que los primeros y principales focos de la insurrección se concentraran en el centro del país y en el Bajío: aquellos lugares que vivieron un notable desarrollo económico y eran centros culturales de ideas ilustradas, sobre todo colegios jesuitas. Como en toda sociedad dividida en clases el desarrollo económico exacerbó las contradicciones de clase, las contradicciones entre la base económica y, por otra parte, la superestructura estatal y jurídica se volvieron intolerables. El desarrollo económico colonial benefició, sobre todo, al sector comercial parasitario que monopolizaba el comercio de los metales preciosos y de la cochinilla (colorante) principales productos de exportación mientras que el desarrollo de las haciendas, las minas y las manufacturas no se vio reflejado en una relativa expresión jurídica de su influencia. Los invasores se habían encargado de preservar y fijar estas contradicciones mediante la imposición de rígidas divisiones raciales y de casta que no eran otra cosa que la expresión jurídica e ideológica, de raigambre precapitalista, de divisiones de clase y como toda expresión jurídica las divisiones clasistas se expresaban de forma distorsionada. 
 
Las castas y las clases sociales.
 
Con todo, la dominación de castas expresaba con cierta fidelidad la explotación de clases. Sobre una población estimada de unos 6 millones de habitantes, unos 20 mil gachupines –quienes representaban apenas al 1.5% de la población colonial- monopolizaban los puestos en la alta burocracia estatal, en la alta jerarquía eclesiástica – y la Iglesia era el principal banquero de la Colonia- el comercio de ultramar y la pujante industria minera; se trataba sobre todo de burócratas al servicio del imperio español, y de una naciente burguesía compradora y parasitaria que no estaba interesada en el desarrollo comercial y cultural de la Nueva España, sus privilegios dependían del dominio colonial. Alrededor un millón de criollos concentrados en las ciudades, quienes representaban un 18% de la población, estaban divididos en sectores de clase, en la punta social, se trata de algunos cientos, estaba la aristocracia: grandes hacendados y mineros privilegiados que, sin embargo, estaban expropiados de ciertos derechos políticos que eran monopolizados por los gachupines, aquéllos serán los que intentarán una revolución palaciega sin intervención de las masas, cuando éstas entren en escena los aristócratas se pasarán al lado de la reacción colonial. La mayor parte de los criollos pertenecían la pequeña burguesía: pequeños hacendados, rancheros, pequeños comerciantes, mineros medianos; este sector al no gozar de ninguna prebenda se refugiaba a menudo en las academias como único medio de ascenso social, formando una notable capa intelectual que progresó de la crítica a la escolástica medieval a la crítica del orden social vigente; de este sector surgirán la mayor parte de los caudillos jacobinos de la insurrección popular; no es casualidad que Hidalgo, Morelos, Matamoros y Rayón fueran curas de pueblo surgidos de los colegios jesuitas o franciscanos y que Allende y Aldama fueran pequeños hacendados e industriales. Poco más de un millón y medio de mestizos y mulatos –un 22% de la población colonial- pertenecían a una embrionaria clase trabajadora desprendida de las comunidades indígenas: mineros, peones de hacienda; la figura del Pípila representa fielmente a este sector social. Finalmente el 64% de la población era, además de una minoría de esclavos negros, el pueblo indígena que vivía expoliado en sus comunidades, azotado por hambrunas periódicas y a cuyas penurias se le agregó el despojo producto del crecimiento de las haciendas, la prohibición de talar madera en los dominios hacendarios, la imposibilidad de acceder a tierras fértiles y alimentar adecuadamente a una población en crecimiento, de los pueblos surgían oleadas de desocupados: los “pelados”, “léperos” y vagabundos. Estos dos últimos sectores –las comunidades indígenas y los trabajadores (incluidos los esclavos)- serán la dinamita que explotará por la chispa causada por la ruptura de las cúpulas y cuya energía será encauzada políticamente por la pequeña burguesía. 
 
La historia de la colonia está marcada por explosiones y rebeliones indígenas y campesinas. “Las luchas de los indios sedentarios por la preservación de sus comunidades, iniciadas desde los primeros años de la Colonia, constituyen el principio embrionario de los movimientos campesinos en México (…) los comuneros sostuvieron una lucha que a través de los siglos fue perdiendo su carácter de enfrentamiento entre conquistados y conquistadores para tomar cada vez más el de explotados contra explotadores. ”1 Así, por ejemplo, en marzo de 1660 doscientos poblados de indígenas en Tehuantepec se alzaron y lograron establecer un gobierno autónomo que duró un año. Incluso la rebelión de los “machetes” de 1799  prefigura el contenido de la rebelión de Hidalgo, los rebeldes –labradores y artesanos-, pretenden abrir las cárceles, matar gachupines y “convocar al pueblo bajo la imagen de la virgen de Guadalupe. ”2 Pero ahora esas explosiones encontrarán un cauce político y cobraran dimensiones desconocidas hasta entonces. 
 
En suma, los alineamientos políticos, los intereses expresados, las etapas de la lucha, el ascenso y caída de los dirigentes en la Revolución de Independencia están condicionados por intereses de clase y de sectores de clase, sólo así podemos comprender cómo el movimiento evolucionará de las moderadas demandas monárquicas por la autonomía de una aristocracia criolla, hasta reivindicaciones radicales y cuasi-socialistas de un Morelos -quien hacía eco de las comunidades campesinas y de un naciente proletariado minero y rural-.  Sólo así podemos comprender cómo es posible que Hidalgo –quien además de ilustrado cura de pueblo era un pequeño productor de uvas y ceda- comenzara la insurrección en nombre de Fernando VII para después abolir  la esclavitud y las castas feudales; sólo así podemos comprender cómo fue posible que Iturbide, un personaje conservador y corrupto, combatidor voluntario de Hidalgo, Morelos y Guerrero, terminara proclamando la independencia de México. La evolución política del proceso revolucionario se explica por la intervención, influencia, ascenso y descenso del movimiento de las masas populares.
 
La revolución palaciega
 
Con la derrota con los ingleses- en la Guerra de los Siete Años- el reinado del Borbón Carlos III buscó la manera de compensar las pérdidas con una mayor extracción de recursos de su principal colonia la Nueva España, sobre todo mediante la imposición de impuestos y préstamos forzosos. Una Cédula promulgada en 1904 obligaba a la iglesia principal prestamista y banquero- a cobrar los préstamos otorgados y a la venta de propiedades para que esos capitales se fueran a España, prácticamente descapitalizando a la Colonia. Estas medidas representaban una pesada losa para los hacendados, rancheros y medianos comerciantes porque éstos eran los principales deudores de la Iglesia cuyas instituciones financieras (las capellanías) eran los principales acreedores, muchos tuvieron que rematar sus propiedades. Por otra parte, las medidas tendían a beneficiar a los grandes comerciantes que fueron los únicos que podían comprar las propiedades en quiebra. Los grandes comerciantes gachupines estaban representados en el consulado de Comercio, principal baluarte de la reacción. Estas medidas abrieron una grieta en la clase dominante: entre la aristocracia criolla –organizada sobre todo en los ayuntamientos- y los grandes comerciantes peninsulares, sostenes de la dominación colonial. 
 
Al principio la aristocracia criolla trató de resolver sus problemática diplomáticamente, mediante patéticas “representaciones” (cartas) al rey y al Virrey remitidas por agrupaciones que tendían a expresar los intereses de los comerciantes y propietarios criollos: “el Tribunal de Minería, Ayuntamientos, asociaciones de rancheros y comerciantes, hacendados, etc. ”3 Conforme pasa el tiempo las cartas de la aristocracia criolla comienzan a representar al conjunto de los intereses de los grandes y pequeños propietarios, incluso de los trabajadores, se dibuja en sus textos una incipiente noción de nación en el sentido de erigirse como el portavoz de aquellos sectores burgueses que querían eliminar las barreras a sus negocios invocando a las masas populares como “petate del muerto”: “Los medianos, los pobres labradores, mineros y comerciantes son los que, en fuerza de trabajo, industria y economía, mantienen la corriente giro de estas profesiones[…] si a éstos se les priva del principal o mejor diremos el único auxilio que tienen para principiar, seguir y prosperar  en sus respectivas carreras, que es el dinero de obras pías, indefectiblemente vienen a su ruina. ”4  La respuesta del virrey Iturrigaray ante las moderadas protestas de la aristocracia fue la represión selectiva y los oídos sordos, por ejemplo, separó de su puesto al corregidor de Querétaro, Miguel Domínguez, por escribir una de esas cartas.   
 
La efervescencia en las cúpulas va a adquirir mayor relieve aún con la noticia de la invasión napoleónica a España y la renuncia obligada de Carlos IV –quien no pudo imponer a su favorito Manuel Godoy- como también de su sucesor Fernando VII y, finalmente, la imposición de José Bonaparte, hermano de Napoleón; imposición que ocasiona una insurrección popular en Asturias, Aranjuez y Zaragoza donde se nombran juntas revolucionarias. Aprovechando el pretexto del vacío de poder la aristocracia criolla va a proponer la autonomía de la Nueva España para salvaguardar el reinado de Fernando VII como un primer intento bastante tímido de independencia frente a la metrópoli. Será esa tímida demanda de la autonomía la que abrirá las compuertas de una revolución no deseada por los aristócratas. Las pretensiones de autonomía serán  apoyadas por el corrupto virrey Iturrigaray –el mismo que había reprimido esas mismas pretensiones- quien sentía cómo su puesto de poder –dado por el defenestrado Godoy- peligraba ante la renuncia de Carlos IV y estaba necesitado de algún asidero para ser declarado máxima autoridad. Así, apoyándose en los ayuntamientos dominados por la aristocracia criolla (hacendados, mineros) convoca a una junta de autoridades en la Ciudad de México en donde los criollos estarían en condiciones de igualdad frente a los comerciantes peninsulares. 
 
En los debates de la junta del 9 de agosto criollos ilustrados como Francisco Primo de Verdad y Ramos defienden la noción de soberanía del pueblo para justificar la autonomía de la Nueva España en tanto no se restituya el reinado de Fernando VII. Sin embargo no nos engañemos: la noción de soberanía que los sectores más avanzados de esa junta tienen no incluye al pueblo sino únicamente los ayuntamientos en donde los ricos criollos tienen preeminencia. Sólo el fraile Melchor de Talamantes se atreve a escribir abiertamente que estas reuniones deben ser el primer paso a una futura independencia de España. 
 
Casi nadie se atreve a ir más allá de la autonomía, no obstante los inquisidores intuyen lo peligroso de la situación y ven mucho más claro que los criollos mismos; Prado y Obejero, un inquisidor, escribe premonitoriamente: “Aunque no hay en el reino un espíritu declarado de independencia frente al Trono, se ha manifestado lo bastante al querer igualar este reino y sus derechos con el de la metrópoli, que a sostenerla se dirigen esas juntas, que si la consiguen, es el primer paso para avanzar otro y otro hasta la absoluta independencia .”5  La verdad es que tanto los peninsulares como los criollos temen al pueblo y su entrada en escena, temor que expresan abiertamente. Una anécdota relatada por Villoro basta para ilustrar el temor compartido por los de “derecha” y los de “izquierda”: “Un día, ante el ayuntamiento de México, se presenta un indio que por ser descendiente de Moctezuma reclama el trono de sus mayores. ”6 ¿Qué sucederá cuando el pueblo completo reclame “el trono de sus mayores”? Cuando eso suceda la aristocracia criolla se volverá en brazos de la reacción colonial y así veremos que uno de los más doctos impulsores de los ideales ilustrados, que tanto influyera en Hidalgo, el Obispo Diego José Abad, será el mismo que excomulgará a su antiguo pupilo. 
 
La aristocracia desea la autonomía pero teme en mayor medida la entrada en escena de las masas pobres; por ello, a pesar de gozar de una excelente correlación de fuerzas a su favor, no convoca, para defender un futuro congreso, a la movilización de las masas sino confía en sus componendas palaciegas con Iturrigaray, no se arma ni se moviliza; mientras que, en contraste, la reacción del Consulado y la alta jerarquía eclesiástica –la inquisición- conspira para derribar al Virrey. El golpe de Yermo se consuma el 15 de septiembre: el Virrey es aprehendido junto con Primo de Verdad y otros intelectuales y se impone  a un Virrey (Pedro Garibay) adicto a los intereses peninsulares. Un nuevo intento  será disuelto de Valladolid un año después (1909) –intento encabezado por personajes como el capitán José Mariano Michelena y el clérigo franciscano Vicente de Santamaría- con la novedad de que las consignas, más influidas por la clase media que por la aristocracia, se estaban radicalizando: una junta gobernaría en nombre de Fernando VII, los gachupines serán separados del gobierno, confiscados en sus posesiones y los indios serán eximidos del tributo. La inminente irrupción de las masas volverá realidad parte de esas demandas y las radicalizarán aún más. Será el cura Hidalgo el que abra las puertas de la revolución. Dice Enrique Semo: “El partido conservador independentista había perdido la iniciativa y la dirección; el estallido de 1810 iba a arrojarlo en brazos de la reacción colonialista. La revolución de independencia se hará sin él e incluso contra él. ”7
 
La tercera es la vencida: la improvisada conspiración de Querétaro.
 
Con la cobertura de reuniones para  inocentes tertulias sobre cultura y arte, un nuevo intento de conspiración, impulsado por el pequeño hacendado y militar Ignacio Allende, se organiza en Querétaro; los convocados se juntan en la Academia de Literatura del prebistero José María Sánchez y en el salón de los Domínguez, pero en realidad las tertulias chocolateras están llenas de inflamadas y ardorosas consignas contra los gachupines. Conspiran el destituido corregidor Miguel Domínguez, su esposa Doña Josefa, los abogados Parra, Laso y Altamirano, militares medios –y pequeños propietarios- como Arias, Abasolo, Lanzagorta, Allende y Aldama; pequeños comerciantes como Epigmenio y Emeterio González y otros eclesiásticos como el ilustre jesuita –y pequeño propietario de viñedos- el exrector del Colegio de San Nicolás: Miguel Hidalgo, quien se ha implicado después de muchas dudas. La composición es fundamentalmente de clase media y aunque inicialmente los conspiradores insisten en la vieja idea de  que la “junta nacional” le conservará el trono a Fernando VII; Epigmenio y Emeterio –más serios y radicales- ya proponen medidas como la distribución de tierras entre los campesinos, ellos se encargan de fabricar armas a los insurgentes. La idea es insurreccionar a algunos sectores del ejército y la oficialidad con las masas populares apoyando pero en segundo plano. Sin embargo la conjura es descubierta, los conspiradores eran unos improvisados rodeados de informantes. Nadie esperaba mucho de ellos, los soplones y los rumores informaban que: “la cosa está en manos de gente poco temible (…) que organizaban bailes entre los soldados de Celaya para conquistarlos, que leían poemas, o que provocaban en las fiestas insultando a los gachupines y hablaban de independencia y revolución. ”8 En su mayoría se trataba de “revolucionarios de salón” que desertarán, casi todos, al primer embate. Arias, al saber descubierto el alzamiento –que, decíamos, no preocupaba demasiado a las autoridades- se acerca al alcalde de Querétaro y denuncia a sus compañeros, “con muy contadas excepciones, todos los detenidos se dedicaron a denunciarse entre ellos, a involucrar a los ausentes y a declararse inocentes. Salva la jornada las declaraciones de Epigmenio González, asumiendo su responsabilidad en una independencia en la que creía; y el caso de Téllez, quien fingió que se había vuelto loco y tocaba un piano inexistente mientras lo careaba el capitán Arias. ”9   El pusilánime excorregidor Miguel Domínguez colabora en las detenciones para salvar su pellejo –posteriormente enrolará a uno de sus hijos en el ejército realista para combatir a los insurrectos-y encerró a su mujer para evitar que lo comprometiera, pero Doña Josefa, demostrando tener “las faldas bien puestas”, envía varios recados a Aldama sobre que la conjura había sido descubierta y los cabecillas serían detenidos. Aunque, al parecer, los recados nunca llegaron a su destino este valiente gesto, junto con el hecho de que se negó aceptar el cargo de Dama de Honor que le ofreció el impostor Iturbide, le valió a Doña Josefa su lugar en la historia.
 
“La verdad es que era la conspiración más condenada al fracaso que había tenido lugar jamás en nuestra tierra [dice Taibo]. Nuca antes un grupo clandestino había estado tan repleto de indecisos, rodeado de traidores, soplones, advenedisos. ”10 Sin embargo Hidalgo, quien hasta ese momento era un personaje secundario, cobrará dimensiones insospechadas por su contacto con las masas y por su determinación en llamarlas a la insurrección.    
 
El enigmático grito de Hidalgo
 
El descubrimiento de la conspiración de Querétaro hace que Hidalgo decida, la noche del 15 de septiembre, adelantar la fecha del alzamiento del primero de octubre, como estaba inicialmente planeado, al 16 de septiembre. Así la madrugada del 16 de septiembre de 1810 el cura convoca a los feligreses de su curato y lanza el famoso grito de Dolores. 
 
De acuerdo con un sermón condenatorio pregonado por Fray Diego de Bringas, aliado del conservador Calleja,  lo que Hidalgo gritó a la multitud fue: “¡Americanos oprimidos! Llegó ya el suspirado día de salir del cautiverio y romper las duras cadenas con las que nos hacían gemir los gachupines. La España se ha perdido. Los gachupines por aquél odio con el que nos aborrecen han determinado degollar inhumanamente a los criollos, entregar este floridísmo reino a los franceses e introducir en él las herejías. La patria nos llama a su defensa. Los derechos inviolables de Fernando VII nos piden de justicia que le conservemos estos preciosos dominios. Y la religión santa que profesamos nos pide a gritos que sacrifiquemos la vida antes que ver manchada su pureza. Hemos averiguado estas verdades, hemos hallado e interceptado la correspondencia de los gachupines con Bonaparte. ¡Guerra eterna, pues, contra los gachupines! Y para pública manifestación que defendemos una causa santa y justa, escogemos por nuestra patrona a María Santísima de Guadalupe. ¡Viva América! ¡Viva Fernando XVII! ¡Viva la religión y mueran los gachupines!” 
 
Otra versión, menos grandilocuente, la dio el clérigo liberal independentista Fray Servando teresa de Mier: “Hoy, debía ser mi primer sermón de desagravios; pero será el último que os haga en mi vida. No hay remedio: está visto que los europeos nos entregan a los franceses; veis premiados a los que prendieron al Virrey y relevaron al Arzobispo, porque nos defendían. El corregidor, porque es criollo, está preso. ¡Adiós, religión! Jacobinos, seréis impíos. ¡Adios Fernando VII! Seréis de Napoleón –No, Padre, gritaron los indios, defendámonos: ¡Viva la virgen de Guadalupe! ¡Viva Fernando XVII! –Vivan, pues, y seguid a vuestro cura, que siempre se ha desvelado por vuestra felicidad.”
 
Ambas versiones coinciden en que la arenga de Hidalgo se orientaba en contra de los gachupines y a favor de Fernando XVII pero, como señala Enrique Semo, hay que tener cuidado de ver detrás de la consigna reaccionaria el contenido revolucionario. Sólo la frivolidad estúpida y superficial de algunos “historiadores” puede intentar denigrar la figura de este cura revolucionario deteniéndose en lo anecdótico olvidando el contenido y los intereses de clase. Aunque Hidalgo pudo haber arengado contra las “herejías jacobinas” no existen dudas que él mismo era seguidor de la Revolución Francesa, traductor de herejes como Moliere, lector de Diderot, Voltaire y Rousseau; un hombre con ideas y actitudes muy avanzadas para su tiempo, todo un hereje. Será un caudillo que sabe siete idiomas incluidas tres lenguas indígenas: “Hablaba francés, italiano, español y latín, lenguas que le permiten entrar en contacto con la Ilustración europea y con las ideas revolucionarias francesas Pero, al mismo tiempo, también hablaba purépecha, otomí y náhuatl, destreza que le permitió conectarse con las comunidades indígenas; esto da una imagen del personaje muchísimo más sólida que cualquier otra característica  ”11; un cura que tenía dos hijas con dos mujeres diferentes, que enseñaba en sus seminarios a desconfiar de la escolástica y los dogmas medievales, a leer racionalmente la biblia. 
 
Hidalgo había sido hasta entonces un personaje secundario en la conspiración de Querétaro, útil para Allende por sus contactos tanto con la aristocracia criolla como con el pueblo. Su arenga no hizo sino recoger las consignas de sus predecesores sin añadirles nada más, pero al hacerlo añadió todo y lo transformó todo: la intervención de las masas populares que hasta entonces se habían mantenido marginadas. E Hidalgo demostró con sus actos que era un revolucionario que estaba muy por encima de los timoratos cobardes que habían levantado la bandera autonomista con anterioridad. Es necesario, además, comprender que las consignas iniciales reflejaban aún de una manera confusa los verdaderos intereses de clase de la pequeña burguesía criolla y, sobre todo, de las incultas y confusas masas populares que apenas se empezaban a sacudir un letargo de cientos de años. Seguramente Hidalgo tuvo que arengar algo que fuera comprensible para las masas indígenas a las que quería levantar, por ello apeló al arraigado sentido religioso de los indígenas. Las masas sabían lo que no querían -la opresión- pero no sabían claramente aún lo que querían. 
 
La paradoja del simbolismo de Fernando VII se disipa cuando consideramos el proceso contradictorio de toma de consciencia de las masas. ¡Las revoluciones suele obrar y desatarse por medios misteriosos! Para muchos sectores de indígenas, criollos y mestizos, Fernando VII era la representación confusa de un cambio, no era el favorito del odiado rey –Manuel Godoy- sino de un sucesor que inicialmente no había contado con el visto bueno del tirano a pesar de ser su hijo. Por eso cuando se difunden las noticias de la insurrección  contra la invasión en España  las masas en la capital festejaron durante tres días paseando la figura de Fernando VII. Un soneto popular, citado por Semo, expresa los anhelos confusos de las masas en esos momentos: 
 
El nombre gachupín queda extinguido,
El del criollo también es sepultado,
El del indio y demás ya no es mentado
Cuando en Fernando todos se han unido.
[…] En las tropas de VIVAS que han formado
Con el plebeyo el noble se enlazaba;
La vanidad del rico la dexaba
Yendo con el más pobre lado a lado:
Con el necio inspiente el decorado
Eclesiático docto, igual gritaba
VIVA FERNANDO, VIVA, y no le obstaba
A acompañar a un indio enfrazado12.    
 
Toda revolución conoce episodios donde el ánimo popular se expresa en la forma de un carnaval de unidad, embriaguez que será interrumpida amargamente conforme surjan las contradicciones que yacen en la sociedad y los explotados aprendan, virtud a los golpes duros del movimiento, que deben deshacerse de las viejas, caducas y confusas formas en que se vistió inicialmente su deseo revolucionario. “Para representarse el futuro, el pueblo usa símbolos del pasado. El mito de Fernando VII es una semilla revolucionaria en una envoltura conservadora. Es utilizado por la reacción y también por los revolucionarios, con objetivos opuestos13 ”
 
La revolución en marcha, las consignas se transforman.
 
Más allá de la efectividad retórica de su arenga –que uno sólo puede vagamente imaginarse- Hidalgo ha desencadenado y convocado al vendaval de una revolución imparable. A su llamado a misa –que se convierte en un llamado a la revolución-acuden algunos cientos o algunas decenas de indios; conforme la “bola” avance, liberando cárceles y haciéndose justicia por su propia mano, se sumarán pueblos, peones, mineros, rancheros; armados con dagas, palos, hondas y piedras –pero sobre todo con su determinación para llegar hasta donde ningún criollo había querido llegar-; rebasando en su cauce a los soldados profesionales de las legiones criollas convocadas por Allende y Aldama. Para cuando tomen Celaya la avalancha popular sumará unas cien mil personas. Nunca antes una insurrección popular había cobrado tales dimensiones. 
 
En estas condiciones las lágrimas de cocodrilo por los excesos de la “chusma” –que a su paso ajusticiaba a gachupines- no hacen sino ignorar que un odio contenido durante siglos contra los opresores había sido liberado de golpe e ignoran convenientemente que la crueldad de los realistas era infinitamente superior. Carlos María de Bustamante relata cómo Calleja levanta donde pasa “multitud” de horcas para ejecutar a decenas, “diezmando a los que pesca sin juicio. 14” Es conocida también la crueldad del realista Iturbide –el mismo oportunista que proclamará la independencia- quien propone al virrey esperar pacientemente a que las comunidades simpatizantes de la rebelión siembren para incautarles las cosechas o ceba su furia contra las esposas e hijos de los insurgentes a las que encarcela –muchas mueren en la cárcel –  si no se unen con sus maridos en el campo de batalla, también son violadas por sus soldados. Para las masas insurrectas los ricos y gachupines son la encarnación del mal que los ha subyugado durante generaciones. Taibo relata una anécdota muy reveladora de cómo las masas concebían la lucha de clases:
 
“[…] después de la toma de Guanajuato por los insurgentes, andaban por las calles algunos indios de las huestes de Hidalgo bajándole los pantalones a los realistas muertos. El sentido de tal investigación no era robar a los gachupines difuntos, sino averiguar si era cierto lo que se decía, que los defensores de Guanajuato eran demonios, porque sólo los diablos podían querer defender tanto abuso e injusticia y maldad pura, y la cosa era comprobable porque deberían tener rabo. Todavía estamos los mexicanos en esta danza macabra, buscando el rabo a los demonios y todavía es mucha nuestra decepción y desconcierto, al igual que la de los indígenas del ejército insurgente, al encontrar tantas nalgas rosadas sin rabo .15” 
 
Una vez consumada la toma de Celaya el camino a la principal ciudad minera está abierto para los insurgentes, “los mineros, la plebe de la ciudad y veinte mil indios de los pueblos aledaños y se suman a las huestes que avanzan. La vorágine revolucionaria parece atraer a todo el pueblo. Ante la ciudada abandonada, el intendente se refugia, con la guarnición local y los ricos europeos en la alhóndiga. Inútil. La plebe asalta la plaza y degüella a los europeos.  16” La figura del Pípila, un heroico minero que protegiéndose con una losa en la espalda logra quemar la puerta del inaccesible fuerte, ha tratado de ser borrada por los historiadores de derecha -desde Lucas Alamán hasta Krauze- quizá porque a la derecha siempre le resultan molestos  incluso los vestigios más primitivos de la unidad campesina y proletaria; pero los testimonios de los protagonistas –reseñados por Taibo II- demuestran que “el minero incendiario17 ” sí existió.   
 
Sin duda Hidalgo y, sobre todo, Allende intentaron moldear a esa masa de acuerdo a sus perspectivas y evitar excesos, pero en realidad fue Hidalgo el que fue moldeado por las masas de las que ahora era el caudillo y portavoz. En ese vendaval la figura de Fernando VII caerá a segundo plano –para enojo de Allende- y su lugar será ocupado por consignas revolucionarias.  Por primera vez en América la consiga de la abolición de las castas y la esclavitud será levantada, por primera vez los indígenas tendrán a un caudillo que les promete devolverles sus tierras arrebatadas por las grandes haciendas, eliminar el tributo que los ha tenido sometidos por siglos, por primera vez en su vida los indios comerán la carne de las reses u ovejas expropiadas a los latifundistas y grandes rancheros. La lucha de clases se expresa simbólicamente, también, en la morena Virgen de Guadalupe estandarte de las masas frente a la rubia Virgen de los Remedios enarbolada por la reacción.      
 
Las primeras proclamas de Hidalgo pretenden ganar a la insurrección a los criollos medianos y grandes, pretenden ganar a los soldados criollos que le combaten, señalan que su único objetivo es derribar del poder a los gachupines para instaurar un gobierno criollo e, incluso, ofrecen respetar sus haciendas; no se pretende, según Hidalgo, ninguna revolución: “si queréis ser felices, desertaos de las tropas de los europeos y venid a uniros con nosotros, dejad que se defiendan solos los ultramarinos y veréis esto acabado en un día sin perjuicio de ellos ni vuestro, y sin que perezca ni un solo individuo; pues nuestro ánimo es sólo despojarlos del mando, sin ultrajar sus personas y haciendas. 18” 
 
Pero incluso en éstas se advierte que el movimiento barrera todo obstáculo que se oponga en su camino “[…] con sumo dolor de nuestro corazón protestamos que pelearemos contra todos los que se opongan a nuestras justas pretensiones, sean quienes fuesen; y para evitar desórdenes y efusión de sangre, observaremos inviolablemente las leyes de la guerra y de gentes para todos en lo de adelante. 19”  
 
Al mismo tiempo que trata de convencer y evitar excesos, no se detiene para cumplir con las aspiraciones de su base plebeya aunque ello vaya en contra de los hacendados criollos, en Guadalajara emite un decreto para devolver la tierra a los indios entregándolas a “los referidos naturales las tierras para su cultivo; sin que para lo sucesivo, puedan arrendarse, pues es mi voluntad que su goce sea únicamente de los naturales en sus respectivos pueblos. 20” Y emite uno de los decretos más progresistas de su tiempo, la primera vez que se prohíbe la esclavitud en el continente, el tributo y las castas quedan abolidos:
 
“1.- que todos los dueños de esclavos deberán darles libertad, dentro del término de diez días, so pena de muerte, la que se les aplicará por trasgresión de este artículo.
 
2.-Que cese para lo sucesivo, la contribución de tributos, respecto de las castas que lo pagan y toda exacción que a los indios se les exija. […]21 ”  
 
Estas conmovedoras medidas serán retomadas y profundizadas por Morelos. 
 
Un error garrafal
 
Después de la toma de Guanajuato sigue Valladolid, la última batalla para obtener las llaves de la Capital se da en el Monte de las Cruces. Unos dos mil cuatrocientos realistas –incluidos soldados profesionales españoles y un capitán llamado Agustín de Iturbide- se enfrentan a unos 100 mil indios y mujeres desorganizados, armados con piedras, hondas y garrotes –la opinión de Allende de utilizar para la batalla solamente a los tres mil soldados profesionales que habían desertado y a los rancheros a caballo no prevaleció, no podía impedirse que los indios pelearan- los cañones realistas hicieron estragos pero el sitio sobre los realistas se estrechó y cuando el general Trujillo es derrotado sólo le quedaron vivos cincuenta hombres. Un ejército poderoso había sido derrotado por una “chusma” de indios mal armados que no sabían disparar pero que sabían utilizar la daga en la batalla cuerpo a cuerpo y que luchaban por su emancipación. El camino a la Ciudad, por el rumbo de Cuajimalpa, estaba allanado, el triunfo de los insurgentes parecía al alcance de la mano. Inexplicablemente Hidalgo decide retirarse y regresa, junto con Allende, a Celaya, decisión que, muy probablemente, dilató la guerra de independencia diez años y facilitó que la aristocracia reaccionaria tomara la iniciativa en ella una vez que las masas fueron derrotadas. “Casi doscientos años más tarde [señala Paco Taibo] los historiadores seguimos discutiendo con don Miguel. No nos convence eso de que el ejército de Calleja se acercaba viajando a matacaballo desde san Luis Potosí, o lo de que no se contaba con artillería porque no se tenían municiones. Intuimos que tenía miedo al degüello, al saqueo a la barbarie. No lo podemos saber. Dejará incumplida su promesa de llegar al Zócalo, hacer suyo el palacio Virreinal y luego irle a pedir cuentas al tribunal de la Santa Inquisición. Lástima .22”     
 
Esa decisión será decisiva para la suerte de Hidalgo, Allende y Aldama. Muestra las limitaciones de los caudillos pequeñoburgueses, especialmente Hidalgo, quien se encontraba bajo la fuerte presión de las masas y, al mismo tiempo, bajo la influencia de hacendados como Allende quien no supo asimilar el radicalismo de las masas y las nuevas consignas que de éstas surgían. El caso es que Hidalgo y Allende se dividen; Hidalgo es destituido del mando por Allende y Aldama e incluso se habla de que Allende intenta envenenar a Hidalgo. Las contradicciones de clase se hacen evidentes.  Una vez en Celaya, Allende, con el grueso de las tropas profesionales se dirige a Guanajuato, e Hidalgo a Valladolid. A pesar de que estallan levantamientos populares en Zacatecas y en el sur con Morelos a la cabeza, el grueso de la masa que sigue a Hidalgo disminuye, quizá por las derrotas militares, quizá desmotivada por las indecisiones; mientras que las fuerzas realistas se rearman, recuperan Guanajuato y a las afueras de Guadalajara, en Puente de Calderón, unos 6 mil realistas propinan un decisiva derrota- el 16 de enero de 1811- a Hidalgo y Allende, los caudillos escapan pero son detenidos en Monclova (Coahuila).   
 
Para sepultar su ejemplo y, sobre todo, a la revolución que convocó, la reacción realista –encabezada por el ex amigo de Hidalgo, execrable traidor quien dictó la excomunión: el Obispo Diego José Abad -  no se conformó con torturar horriblemente a Hidalgo -raspándole el cuero cabelludo y arrancándole las yemas de los dedos, martirio que Hidalgo enfrentó con suma dignidad- sino que antes de fusilarlo condenaron, literalmente, sus entrañas, su alma y denigraron su figura de forma tan inaudita y grotesca que sólo enaltece la memoria de ese gran revolucionario y constituye, más bien, una condena a los reaccionarios, mochos, potentados y traidores de todos los tiempos, sin olvidar a la maldita jerarquía eclesiástica: 
 
[…] Sea condenado Miguel Hidalgo y Costilla, en dondequiera que esté, en la casa o en el campo, en el camino o en las veredas, en los bosques o en el agua, y aún en la iglesia. Que sea maldito en la vida o en la muerte, en el comer o en el beber; en el ayuno o en la sed, en el dormir, en la vigilia y andando, estando de pie o sentado; estando acostado o andando, mingiendo o cantando, y en toda sangría. Que sea maldito en su pelo, que sea maldito en su cerebro, que sea maldito en la corona de su cabeza y en sus sienes; en su frente y en sus oídos, en sus cejas y en sus mejillas, en sus quijadas y en sus narices, en sus dientes anteriores y en sus molares, en sus labios y en su garganta, en sus hombros y en sus muñecas, en sus brazos, en sus manos y en sus dedos. 
 
Que sea condenado en su boca, en su pecho y en su corazón y en todas las vísceras de su cuerpo. Que sea condenado en sus venas y en sus muslos, en sus caderas, en sus rodillas, en sus piernas, pies y en las uñas de sus pies. Que sea maldito en todas las junturas y articulaciones de su cuerpo, desde arriba de su cabeza hasta la planta de su pie; que no haya nada bueno en él. Que el hijo del Dios viviente, con toda la gloria de su majestad, lo maldiga. Y que el cielo, con todos los poderes que en él se mueven, se levanten contra él.
 
Finalmente exhibieron las cabezas de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez en cada una de las cuatro esquinas de ese símbolo de la insurrección, primer gran éxito de la rebelión del cura Hidalgo, La Alhóndiga de Granaditas. Ahí permanecieron durante 10 años hasta que las retiró el pueblo en 1821 una vez alcanzado un remedo de independencia.    
 
La revolución se profundiza: el radicalismo de Morelos.
 
Pero la cruel represión no pudo apagar las llamas de la insurrección cuya flama pervive y se vuelve más amenazante en el sur, con Morelos como caudillo. Morelos era cura en el pueblo de Cuarácuaro Michoacán, producto de un enlace extraño y atípico: hijo de un carpintero de ascendencia india y una mujer criolla. Matrimonio extraño porque la mayor parte de los mestizos en la Nueva España eran literalmente producto de violaciones –por ello todos somos “hijos de la chingada”- o hijos “ilegítimos” de españoles o criollos con sus criadas indias. El  joven Morelos trabajó como campesino y arriero en la hacienda de un tío, aprendió letras de su abuelo materno quien era maestro de escuela; con la esperanza de ascender en la escala social se matricula en el Colegio de San Nicolás en Valladolid para prepararse como cura en un momento en que Hidalgo era rector del colegio; logra graduarse como bachiller y obtener el curato en el marginal pueblo de Churumuco y luego el de Carácuaro. Aunque logró hacerse de un negocio de ganado, Morelos es el símbolo de mestizo trabajador, cura de pueblo que apenas y logra arañar la clase media gracias a la herencia de su madre criolla. Aunque no es tan docto como Hidalgo su biografía lo convierte en un personaje mucho más receptivo y susceptible de expresar el sentimiento popular y la opresión racial que él mismo había sufrido. Inicialmente las aspiraciones revolucionarias de Morelos no superan el trillado cliché de guardarle el trono a Fernando VII, pero eso cambiará. Cuando las huestes de Hidalgo se dirigen a la Ciudad de México Morelos se entrevista con Hidalgo y este le comisiona, nada menos, que levantar el sur en armas y tomar el importante puerto de Acapulco que Morelos conocía muy bien, ya que como arriero había visitado el puerto en innumerables ocasiones. 
 
Morelos se dedica a levantar un cuerpo de tropas populares que alcanzó una mejor organización político militar que la del ejército de Hidalgo. Su ejército comienza con unos 25 hombres, armados con lanzas y algunas escopetas, convocados en su curato de Caracuaro; para cuando toma Tecpan sumará 2000 hombres. Se trata de partidas guerrilleras bien organizadas que no se enfrentan –como lo hizo la “masa” de Hidalgo- en suelo abierto.  Su base social es la misma: campesinos, negros y mulatos, peones de hacienda a los que se suman los esclavos de Veracruz al mando de Hermenegildo Galeana y una caballería de rancheros formada en Jantetelco al mando del cura Mariano Matamoros, mientras que el cura Ignacio López Rayón –secretario de Hidalgo- se levanta en Zacatecas y Zitácuaro con indios flecheros. Galeana y Matamoros serán –de acuerdo a Villoro-“los brazos izquierdo y derecho” de Morelos. Aunque no logra su objetivo inicial de tomar Acapulco, con un ejército más compacto y mejor organizado, Morelos logra grandes éxitos militares: “En mayo de 1811 ocupa Chilpancingo y Tixtla, sube por Taxco y Tehuacán y para diciembre toma Cuahutla. En febrero del siguiente año, Calleja trata de dar el golpe definitivo y la revolución y emprende el sitio de Cuautla. La batalla dura tres meses. Los insurgentes no pueden triunfar, pero logran agotar a las tropas realistas, cosa que les permite evacuar ordenadamente la ciudad. El sitio de Cuautla aumenta considerablemente el prestigio de Morelos, quien controla y gobierna gran parte del sur. 23” 
 
Los campesinos retoman sus tierras y, siguiendo la estela de Hidalgo, Morelos decreta la abolición de las castas, la esclavitud y el tributo, se plantea la futura eliminación de los estancos y las alcabalas feudales. Entre sus primeros decretos podemos leer lo siguiente: “[…] hago público y notorio a todos los moradores de esta América el establecimiento de un nuevo gobierno por el cual, a excepción de los europeos todos los demás avisamos, no se nombran en calidad de indios, mulatos, ni castas, sino todos generalmente americanos. Nadie pagará tributo, ni habrá esclavos en lo sucesivo, y todos los que los tengan sus amos serán castigados. No hay cajas de comunidad, y los indios percibirán las rentas de las tierras como las suyas propias en lo que son las tierras. Todo americano que deba cualquier cantidad a los europeos no está obligado a pagársela; pero si al contrario debe el europeo, pagará con todo rigor lo que debe al americano […] 24
 
En esta ocasión Morelos logra imponer –a diferencia de Hidalgo quien no tuvo mucho tiempo para aplicar sus decretos-  algunas de estas medidas en los territorios que controla, incluso va más allá que Hidalgo y sus predecesores: por primera vez, de manera franca, declara que el objetivo de la revolución es la total independencia de Anáhuac desechando de una vez por todas el espantajo anticuado de Fernando VII, para instaurar en su lugar una república tomando como ejemplo la Revolución Francesa –sobre este tema versarán las diferencias con Rayón-.  Le escribe a Rayón "Que se le quite la máscara a la independencia, eliminemos la mención del Rey". El ideal que se cristaliza en el pensamiento de Morelos, que va evolucionando desde el punto donde se quedó Hidalgo hasta rebasarlo –y que se manifiestas en Sentimientos de la nación- era el de una república democrática, con valores cristianos igualitarios –con sus tres poderes ejecutivo, legislativo y judicial- cuya base fuera la pequeña propiedad. Morelos expones estas ideas en el congreso de Chilpancingo o de Anáhuac el 14 de septiembre de 1813. Estas notables ideas avanzadas de corte pequeñoburgués se combinaban con un socialismo utópico que empezaba apenas a esbozarse:
 
“Entre los papeles abandonados por los insurgentes en Cuautla se encontró un plan escrito probablemente por alguno de los partidarios de Morelos, que reflejaba ideas populares. En él se pide que se consideren como enemigos de la nación a todos los ricos nobles y empleados de primer orden, criollos y gachupines, que se incauten todas las propiedades y se destruyan las minas. Estas medidas, aparentemente anárquicas, tienen empero por objeto un sistema liberal nuevo frente al partido realista, y obedecen a un proyecto preciso aunque sumamente ingenuo: los bienes incautados a los ricos se repartirán por igual entre los vecinos pobres, de modo que nadie enriquezca en lo particular y todos queden socorridos en lo general. La medida a la que se concede mayor importancia es la siguiente: deben inutilizarse todas las haciendas grandes, cuyos terrenos laboriosos pasen de dos leguas cuando mucho, porque el beneficio mayor de la agricultura consiste en que muchos se dediquen a beneficiar con separación un corto terreno. 25” 
 
Es verdad que Morelos declara, en sus “Sentimientos de la Nación”, al catolicismo como única religión posible pero este hecho expresa la base campesina de Morelos y el que la ilustración en la Nueva España jamás alcanzó una expresión materialista o atea. Algunos de los ilustrados franceses fueron materialistas porque tuvieron tras de sí la experiencia de las revoluciones burguesas en Holanda, Inglaterra y la guerra de Independencia en Estados Unidos; pero el atraso económico y la dependencia ideológica con la Iglesia –quien monopolizaba la cultura y la educación- hizo que en la Colonia novohispana la ilustración sólo fuera racionalista y deísta, como lo fue en Holanda e Inglaterra. Reclamarle a Morelos por su fanatismo religioso es pedirle peras al olmo. Casi todos los principales caudillos e ideólogos de la revolución de independencia fueron curas o religiosos jesuitas, franciscanos, dominicos e, incluso, algunos masones; estuvieron implicados cientos de curas de pueblo.
 
Sumamente interesante es el hecho de que Morelos intentara borrar las diferencias de casta que separaban al pueblo y a sus aliados, intuyendo que la revolución se establecía entre clases y no entre castas o razas –esa excrecencia ideológica precapitalista que será retomada por los nazis- en esto Morelos era tan tajante que a aquéllos que intentaban inocular entre las tropas el veneno racista eran ejecutados. En un temprano decreto publicado en octubre de 1811 –donde todavía se enarbolaba la consigna fernandista- se lee: “[…] se sigue […] que no hay motivo para que las que se llaman castas quieran destruirse unos contra otros, los blancos contra los negros, o éstos contra los naturales, pues sería el yerro mayor que podrían cometer los hombres […] Que siendo los blancos los primeros representantes del reino y los que primero tomaron las armas en defensa de los naturales de los pueblos y demás castas, uniformándonos con ellos, deben ser los blancos, por este mérito, el objeto de nuestra gratitud y no del odio que se quiere formar contra ellos. 26
 
Las ilusiones reformistas
 
En contraste, López Rayón y otros como José Maria Liceaga –desde la Suprema Junta Nacional de América- no son tan radicales y en su afán por ganar a la aristocracia criolla a la causa independentista –cosa que nunca logran- moderan el discurso dando francos pasos atrás con respecto al nivel de consciencia logrado por el movimiento. Rayón –junto con una serie de intelectuales liberales- sigue insistiendo en la pertinencia de sostener la consigna de resguardarle el trono a Fernando VII, ¡tratan de convencer a Calleja! e incluso ofrece dejar intacto el poder económico de la aristocracia criolla.  Morelos en un intento correcto por unificar a los insurgentes y dotarlos de un programa político acabado, y también para debatir las diferencias,  convoca a un Congreso en Chilpancingo. La idea es correcta pero naufragará por la composición social de los congresistas,  por las limitaciones de éstos y su intento de arrebatar la hegemonía a las masas para concentrarla en un Congreso inoperante de la clase media. Si bien Morelos expone sus ideas  –y estas son aprobadas por la mayoría- el grueso de los congresistas eran intelectuales liberales que sabían escribir y hablar bien pero estaban alejados de las masas quienes eran el verdadero sostén de su radicalismo y de la revolución. Son brillantes criollos letrados que poyan y asesoran a  la rebelión pero no deberían ni podían dirigirla: Quintana Roo, José María Cos, Bustamante, Liceaga, Fray Servando Teresa de Mier, Fernández de Lizardi, etc. Es verdad que este congreso logra concretar en el papel la primera Constitución republicana de Anáhuac –recordemos que en estas fechas México era llamado América o Anáhuac- conocida como Constitución de Apatzingán, cosa nada desdeñable; sin embargo, el Congreso ata las manos a Morelos –quien se proclama Siervo de la Nación- haciendo recaer decisiones políticas y militares en un grupo de intelectuales inocuos, paralizando, así, al caudillo en un momento crítico de enfrentamiento militar. Se dedica a establecer decretos impracticables mientras Morelos recibe derrotas decisivas por parte de Iturbide. Además el Congreso no retoma las medidas agrarias que eran necesarias para sostener el ánimo de los campesinos insurrectos –pues muchos de los congresistas estaban ligados a hacendados medianos- trágicamente Morelos será apresado el 5 de noviembre de 1815 mientras protege heroicamente la huida de los diputados de ese fardo prematuro, moderado e inoperante en que se había convertido el Congreso. 
 
Es cierto, como dicen, que el “hubiera” es el verbo más tonto que existe, pero más ciego es aquél que no saca lecciones de la historia y se queda en la superficialidad supuestamente “objetiva”.  Los “hubiera” son indispensables para aprender, nosotros no prescindiremos de ellos: si Morelos hubiera garantizado una mayor presencia de fuerzas plebeyas en el Congreso y si la constituyente hubiera combinado las propuestas políticas avanzadas con la necesidad de ganar la guerra –es decir si hubiera combinado lo político con lo militar- quizá la Constitución de Apatzingán habría sido de hecho la verdadera declaración de independencia, ahorrándonos décadas de luchas entre conservadores y liberales.   
Al ser capturado Morelos envía una carta a su hijo Juan Nepomuceno –el mismo que traicionará la causa de su padre y se unirá a los conservadores que buscaban rey en Europa- 
“Tepecuacuilco, noviembre 13, 1815.
 
Mi querido hijo Juan:
 
Tal vez en los momentos que ésta escribo, muy distante estarás de mi muerte próxima. El día 5 de este mes de los muertos he sido tomado prisionero por los gachupines y marcho para ser juzgado por el caribe de Calleja.
 
Morir es nada, cuando por la patria se muere, y yo he cumplido como debo con mi conciencia y como americano. Dios salve a mi patria, cuya esperanza va conmigo a la tumba.
 
Sálvate tú y espero serás de los que contribuyan con los que quedan aún a terminar la obra que el inmortal Hidalgo comenzó […] 27
 
La sentencia original para Morelos disponía fusilarlo por la espalda, exponer su cabeza en una jaula en la Plaza Mayor de México y que su mano derecha debía ser enviada a Oaxaca como escarmiento público, pero Calleja, para evitar provocaciones que incendiarán la rebelión que quería aplastar, modifica la sentencia: sólo será fusilado sin mutilación de cuerpo. Morelos es fusilado el 22 de diciembre de 1815 en san Cristóbal Ecatepec. En la “Gazeta de México” al día siguiente se lee: “Hoy 22 fue pasado por las armas este infame cabecilla, cuyas atrocidades sin ejemplo han llenado de luto estos países. 28” 
 
La aristocracia usurpa la revolución
 
Con la muerte de Morelos –y sus lugartenientes Matamoros y Hermenegildo Galeana- la fase popular del movimiento independentista termina, y ya sin el peligro de las masas los oportunistas asoman la cabeza, el sueño de Rayón puede realizarse: una independencia encabezada por los aristócratas criollos. Aún cuando reductos de la revolución popular continúan en el sur con Guerrero, Nicolás Bravo y Guadalupe Victoria – y relámpagos efímeros volverán a brillar con la expedición del español Javier Mina- de ahora en adelante la reacción secuestrará el movimiento revolucionario e impondrá una independencia controlada por arriba y totalmente despojada de sus reivindicaciones sociales. 
 
Francisco Javier Mina es un guerrillero Español que participó en las revueltas en contra de la invasión francesa a España; cuando Fernando VII deroga la liberal Constitución de Cádiz de 1812 le declara la guerra al absolutismo, es convencido por Fray Servando Teresa de Mier de las justeza de la lucha independentista en México y forma una expedición para apoyar a los insurgentes, desembarca en Soto la Marina Tamaulipas y se suma a los reductos insurgentes encabezados por Pedro Moreno en Guanajuato. No obstante Mina se involucró en una revolución en reflujo y, a pesar de algunos éxitos militares, sus consignas no conectaron con las masas, sus proclamas reivindicaban la Constitución de Cádiz que era desconocida y ajena a la población; lo que deseaba –y así lo hace saber en su manifiesto- era un gobierno liberal que se complementara comercial e industrialmente con su par en España. Muere fusilado el 11 de noviembre de 1817. A pesar de todo, Mina es la representación de un temprano revolucionario internacionalista que, como Bolivar, demuestra que algunos caudillos burgueses de aquella época no tenían limitaciones chovinistas ni estrechamente nacionalistas. Las causas revolucionarias no tienen patria. Estas palabras suyas son un buen epitafio para este revolucionario:
 
“Esta tierra fue dos veces inundada  en sangre por españoles serviles, vasallos abyectos de un rey; pero hubo también españoles liberales y patriotas que sacrificaron su reposo y su vida por nuestro bien.”
 
En 1820 insurrecciones populares en España obligan al rey Fernando VII a restituir las cortes liberales, que habían sido suprimidas por la reacción. Se impuso la supresión de los fueros de la Iglesia, la abolición de las órdenes monásticas, la reducción de los diezmos. Las noticias sobre posibles políticas liberales en la colonia preocupan a los sectores más reaccionarios de la oligarquía incluido el virrey Apodaca y Matías de Monteagudo presidente de la Santa inquisición; Monteagudo convoca a grandes comerciantes y empresarios en lo que se conoce como la conspiración de la Profesa para oponerse a cualquier cambio de corte liberal. De acuerdo a Belarmino Fernández, Iturbide mantiene relaciones con el inquisidor Monteagudo y el Virrey que, en secreto, apoya la conspiración. Fernando VII informa al Virrey que tuvo que firmar el juramento restituyendo las cortes con “opresión” y “violencia. 29” Un documento demostraría que fue el rey Fernando VII un impulsor de una independencia reaccionaria –aunque luego intentará una reconquista fallida-:
 
“Mi querido Apodaca: Tengo noticias positivas de que vos y mis amados vasallos los americanos, detestando el nombre de constitución, sólo apreciáis mi real nombre; éste se ha hecho odioso en la mayor parte de los españoles…para que yo pueda lograr de la grande complacencia de verme libre de grandes peligros (…); y de la de poder usar libremente de la autoridad que Dios tiene depositada en mí, os encargo (…) pongáis de vuestra parte todo el empeño posible (…) para que ese reino quede independiente de éste; pero, cómo lograrlo, sean necesario valerse de todas las inventivas que pueda sugerir la astucia (…) a vuestro cargo queda el hacerlo con la perspicacia u sagacidad de que es susceptible vuestro talento (…); que en entretanto yo meditaré el modo de escaparme de incógnito y presentarme cuando convenga. 30”     
 
Aunque no existe acuerdo entre los historiadores sobre la veracidad de esta sorprendente carta –que forma parte del archivo personal de Apodaca- lo cierto es que la reacción en su conjunto se inclina por una suerte de autonomía monárquica. Pareciera que el tiempo no ha pasado y estamos en 1908, con la salvedad de que ahora se suman, junto con la aristocracia criolla, algunos de los sectores más podridos de la reacción peninsular, altos mandos del ejército y la iglesia. 
 
Para 1818 Vicente Guerrero y Pedro Asencio mantienen los últimos reductos de la revolución. Guerrero muestra tener más habilidades militares que políticas y ser un total ingenuo: subordina las reivindicaciones sociales a la lógica de romper su aislamiento, su alianza con el oportunista Iturbide –simbolizada en el abrazo de Acatempan- deja la hegemonía total a las fuerzas más reaccionarias del país que están interesadas en declarar la independencia desde arriba. 
 
Iturbide es un realista reaccionario y cruel que literalmente ha combatido a Hidalgo, Morelos y es el jefe de la última campaña militar contra Guerrero. Fue contactado por Allende en la conspiración de Querétaro, porque pertenecía a la aristocracia criolla, pero la combatió ferozmente. “Hizo guerra de exterminio, arrasando pueblos, masacrando patriotas, encarcelando mujeres por el hecho de ser parientes de insurrectos (…) se fusilaron centenares de guerrilleros insurgentes sin juicio alguno .31” Iturbide es un corrupto: como comandante contrainsurgente en Querétaro aprovecha sus cargos para convertirse en comerciante de azogue, monopolista de algodón y grano que como jefe militar obliga a comprar, además de encarecer artificialmente el producto deteniendo el transporte de sus competidores. Después de desastrosas derrotas contra Guerrero comienza a conspirar para proclamar la autonomía tan deseada por la reacción. Las cartas que envía a Guerrero –quien, a decir verdad, tuvo la iniciativa en estas componendas sin principios - se parecen al silbido de una serpiente venenosa:
 
“Estimado amigo: No dudo en darle a Vd. Ese título, porque la firmeza y el valer son las cualidades primeras que constituyen el carácter del hombre de bien y me lisongeo de darle Vd. En breve un abrazo que confirme mi espresion (…) para que le dé por mí las ideas que sería muy largo de explicar con pluma; y en este lugar solo aseguraré a Vd que dirigiéndonos Vd. Y yo a un mismo fin, nos resta únicamente acordar por un plan bien sistemado, los medios que nos deben conducir indubitablemente y por el camino mas corto .32
 
El Plan de Iguala –tristemente aceptado por Guerrero- es absolutamente reaccionario y vacío de cualquier contenido popular, el cual impondrá representantes  que pertenecen, todos, al antiguo régimen, aquí sus puntos centrales:
 
“1.-La religión católica, apostólica y romana, sin tolerancia de otra alguna…
 
4.- Fernando VII, y en su caso los de su dinastía o de otra reinante serán los emperadores…
 
14.- El clero secular y regular, (será) conservado en todos sus fueros y propiedades .33” 
 
La independencia desde arriba es tan reaccionaria que el Ejército Trigarante de Iturbide –de las tres garantías por eso de religión católica, independencia y unión- prácticamente no entabla batallas relevantes y el podrido régimen se le rinde a su paso; incluso el último Virrey Juan O Donojú acepta lo inevitable. El ejército de Iturbide es el mismo ejército contrainsurgente lo que significa que el Estado Novohispano se desintegra. Como señaló Engels: el Estado no es más que un grupo de hombres armados al servicio de una clase.   
 
Después de la batalla de Tacubaya, el 27 de septiembre de 1821, se consuma la independencia fallida. Con ello el cumplimiento de las demandas liberales y populares –enarboladas por Hidalgo y, sobre todo, por Morelos- acerca de la república, la democracia, el reparto agrario, la eliminación de la explotación a los indígenas, el rompimiento del poder material de la iglesia, la liquidación de las trabas feudales, etc. tendrán que esperar a las reformas juaristas e incluso hasta la revolución de 1910 y el cardenismo. Los ricos hacendados que usurpan a las masas la consigna de la independencia –hay que recordar que los criollos ricos sólo habían aspirado a la autonomía monárquica- serán los conservadores reaccionarios del siglo XIX; los liberales pequeño burgueses –herederos de los insurgentes- tendrán que convocar y apoyarse de nuevo en la masas, en largas y sangrientas batallas, para lograr algunos de los objetivos que se planteaban desde el Congreso de Chilpancingo. Así la revolución democrático burguesa en nuestro país se planteará en una serie de episodios repartidos en más de cien años de luchas, algunas de cuyas tareas –por ejemplo la independencia nacional con respecto al imperialismo, la cuestión agraria- siguen pendientes. La diferencia es que en nuestros días es el proletariado –y no la burguesía- a quien le corresponde  encabezar esa lucha que debe ya trascender al caduco sistema capitalista. El círculo se cierra reencontrando la semilla socialista que se encontraba en el movimiento de Morelos con la teoría madura y desarrollada del marxismo de nuestro tiempo.  
 
Los realistas de la colonia, los herederos de la conquista española, se convirtieron en los conservadores del siglo XIX –representaban a la misma clase social: una burguesía dependiente e improductiva fusionada con los hacendados y a una burocracia militar onerosa- se convirtieron, después, en los porfiristas de finales de ese siglo. Los trasnochados porfiristas –golpeados por la revolución de 1910 pero no derrotados- se agruparon en el PAN como reacción ante las reformas cardenistas. Una nueva burguesía amamantada por el Estado se aglutinó en torno al PRI que logra corporativizar a organizaciones campesinas y obreras. Literalmente observamos un cordón umbilical que une a los reaccionarios y vendepatrias de ayer y de hoy. Vemos la misma pusilanimidad y su convicción de entregarse a intereses trasnacionales, características basadas en su deseo de mantener sus fuentes de privilegios. Pero las masas populares en México también tienen sus tradiciones que mantienen una cierta continuidad: los caudillos insurgentes apoyados por las masas se convirtieron en los liberales progresistas que encabezaron la Guerra de Reforma, lucharon y vencieron al invasor francés. Aunque algunos se fusionaron con el porfirismo, otros, como los Flores Magón, radicalizaron el liberalismo y lo convirtieron en anticapitalismo; dirigentes campesinos como Zapata implementaron lo que Morelos esbozó –el reparto agrario-; los trabajadores -que los Flores Magón intentaron representar- protagonizaron importantes luchas a través del siglo XX- desde la huelga de Cananea y la expropiación petrolera hasta la huelga ferrocarrilera y la lucha del SME- . Si bien es cierto que el pueblo mexicano tiene una tradición de lucha que debe rescatar y reivindicar, es aún más cierto que la batalla de nuestros días no puede ser la simple repetición de las demandas liberales de un Hidalgo y de un Juárez. Cada fruta tiene su estación. La nuestra debe ser una revolución socialista o naufragará. Lo que pervive de aquellas batallas por la independencia es la necesidad de no dudar, de “tomar la plaza” cuando el movimiento la tiene en sus manos, de organizarse lo mejor posible, la certeza de que no se puede pactar con el enemigo ni contar solamente con la clase media, que las revoluciones deben tener una visión internacionalista, de que los momentos cumbres de la lucha se dan cuando las masas intervienen y de que sólo se puede ganar con una revolución que llegue hasta el final. Si Morena aspira a conservar su memoria histórica no debe olvidar estas lecciones.   
 
 
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Referencias:

[1] Semo, E. Historia del capitalismo en México, p. 79.

[2] Villoro, L. “La Revolución de independencia” Historia general de México, p. 507.

[3] Semo, E. Historia mexicana, Economía y lucha de clases, p.203.

[4]Semo, E. Historia mexicana, Economía y lucha de clases, p. 205. 

[5] Citado por Villoro, en “La Revolución de independencia” Historia general de México, p. 502.

[6]  Villoro, L. “La Revolución de independencia” Historia general de México, p. 502.

[7] Semo, E. Historia mexicana, Economía y lucha de clases, p. 231.

[8] Taibo II, P. El cura Hidalgo, p. 17.

[9] Taibo II, P. El cura Hidalgo, p. 21.

[10] TaiboII, P. El cura Hidalgo, p. 17. 

[11] Taibo II, “15 verdades sobre Miguel Hidalgo”, p. 

[12] Semo, E. Historia mexicana, Economía y lucha de clases, p. 221.

[13] Semo, E. Historia mexicana, Economía y lucha de clases, p. 222.

[14] Bustamante Cuadro Histórico de la revolución de la América mexicana, carta séptima.

[15] Taibo II. P. El cura Hidalgo, p. 39.

[16] Villoro. L. “La Revolución de independencia” Historia general de México, p. 505.

[17] Taibo II. P. El cura Hidalgo, pp. 35-38. 

[18] Proclama del cura Hidalgo a la Nación Americana (1810), documento contenido en la independencia de México de De la Torre Villar, E. p. 215.  

[19] Proclama del cura Hidalgo a la Nación Americana (1810), documento contenido en la independencia de México de De la Torre Villar, E. p. 215.

[20] Decreto de Hidalgo en el que ordena la devolución de las tierras a los pueblos indígenas (5 de diciembre de 1810), documento contenido en la independencia de México de De la Torre Villar, E. pp. 215-216.

[21] Decreto de Hidalgo contra la esclavitud, las gabelas y el papel sellado (6 de diciembre de 1810), documento contenido en la independencia de México de De la Torre Villar, E. p.

[22] Taibo II, El cura Hidalgo, p. 50. 

[23] Villoro. L. “La Revolución de independencia” Historia general de México, p. 508.

[24] “Bando aboliendo las castas y la esclavitud entre los mexicanos” documento contenido en la independencia de México de De la Torre Villar, E. p. 219.

[25] Villoro. L. “La Revolución de independencia” Historia general de México, pp. 510-511.

[26] “Decreto de Morelos que contiene varias medidas, particularmente sobre la guerra de castas (13 de octubre de 1811)” documento contenido en la independencia de México de De la Torre Villar, E. p.221.

[27] Citado en: González Lezama. R.  “Muerte de José María Morelos”   http://www.inehrm.gob.mx/Portal/PtMain.php?pagina=exp-fusilamiento-de-morelos-articulo

[28] Citado en: González Lezama. R.  “Muerte de José María Morelos”   http://www.inehrm.gob.mx/Portal/PtMain.php?pagina=exp-fusilamiento-de-morelos-articulo

[29] Belarmino Fernández, Azcapotzalco 1821, la última batalla de una independencia fallida, p. 25. 

[30] Belarmino Fernández, Azcapotzalco 1821, la última batalla de una independencia fallida, pp. 40-41.

[31] Taibo II. P. El cura Hidalgo, p. 91.

[32] Belarmino Fernández, Azcapotzalco 1821, la última batalla de una independencia fallida, p. 37.

[33] Belarmino Fernández, Azcapotzalco 1821, la última batalla de una independencia fallida, p 40.

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Fecha: 

Julio de 2013

Teoría Marxista: