El Fracaso de la Segunda Internacional y la Guerra

Escrito por: 

Francisco Lugo

2aint.jpg“Sería de desear que fuese así [que pueda suprimirse por la vía pacífica la propiedad privada], y los comunistas, como es lógico, serían los últimos en oponerse a ello. (…) Están perfectamente al corriente de que no se pueden hacer las revoluciones premeditada y arbitrariamente y que éstas han sido siempre y en todas partes una consecuencia necesaria de circunstancias que no dependían en absoluto de la voluntad y la dirección de unos u otros partidos o clases enteras. Pero, al propio tiempo, ven que se viene aplastando por la violencia el desarrollo del proletariado en casi todos los países civilizados y que, con ello, los enemigos mismos de los comunistas trabajan con todas sus energías para la revolución”.

Federico Engels, Principios del Comunismo

Reza un lugar común que “aquel que no conoce su propia historia está condenado a repetirla”. No es de extrañarse entonces que la historia del movimiento obrero sea oscurecida por la historiografía burguesa, de tal suerte que en nuestro tiempo, cuando el capitalismo somete a la clase trabajadora a repetidos y denodados ataques contra su nivel de vida (sin que las organizaciones tradicionales de ésta atinen a articular una estrategia efectiva para defenderle e incluso a veces colaborando con dichos ataques), se ha olvidado tan a propósito el fracaso de la Segunda Internacional y su política reformista. Todavía hoy, cuando la burguesía mundial, sirviéndose de sus lacayos en los gobiernos nacionales, carga sobre la espalda de las clases explotadas el costo de una crisis económica global de una magnitud sin precedente en la historia, los hay quienes –de buena o de mala fe– aseguran que la opulencia y la ambición de las grandes empresas pueden moderarse, en vez de orientar a la conciencia de las masas hacia la transformación de la sociedad. En nombre de la democracia y la legalidad burguesas, se omite el elevado costo que los proletarios del mundo pagaron a principios del s.XX por conceder crédito a la conciliación de clases.

Karl Marx se unió en septiembre de 1864 al histórico mitin de Saint Martin Hall, en Londres, junto con revolucionarios de tendencias muy diversas, para formar la Asociación Internacional de los Trabajadores (la Primera Internacional), convencido de que: “La emancipación de los trabajadores fábrica por fábrica es inviable.” Y convencido también de que es preciso que la lucha del proletariado por el socialismo se articule organizadamente en distintos países para triunfar. La AIT se disolvió en julio de 1876, debilitada por los años de persecución y por las intrigas de los grupos más oportunistas y aventureros en su seno. No obstante, con ella el movimiento obrero ganó una experiencia invaluable y cosechó no pocos triunfos en favor de los derechos de los trabajadores.

Tras la derrota de la Comuna de París (la rebelión popular que llevó a los trabajadores al poder y anuló temporalmente al estado burgués) en 1871, recrudecieron las tendencias reaccionarias en toda Europa, oprimiendo al movimiento obrero, y no fue sino hasta 1889 que se fundó en París la Segunda Internacional. Este periodo vio el ascenso de Alemania –luego de su unificación– como potencia industrial. La pujanza que experimentó la burguesía en aquellos años le dio a ésta, por un lado, confianza en su poderío, y por el otro, le permitió al movimiento obrero-sindical la conquista de más derechos y mejoras en sus condiciones de vida; sobre la base material de la abundancia del capitalismo, que se permitió hacer algunas concesiones a los trabajadores.

El marxismo fue la tendencia fundamental de la Segunda Internacional, luego de la bancarrota de las tendencias anarquistas de la Primera, que se oponían a la organización política de los trabajadores, en favor de la acción individual, mientras que el sindicalismo forjaba organizaciones capaces de agrupar a cientos de miles de trabajadores, como el Partido Socialdemócrata Alemán y que serían la base de la nueva Internacional. Sin embargo, las condiciones favorables –aunque transitorias– para el capitalismo de finales del s.XIX también dieron origen a las tendencias reformistas o revisionistas dentro de la Internacional. Algunos teóricos, como Eduard Bernstein, aunque se denominaban marxistas, y al menos en su discurso reivindicaban al socialismo, aseguraron que el capitalismo había mostrado tal grado de adaptabilidad que se había vuelto virtualmente indestructible. En consecuencia, el camino de la lucha del proletariado sería –afirmaban– el de una lucha gradual por reformas y beneficios, que eventualmente desembocaría en la conquista del socialismo únicamente por medios políticos.

Así, el reformismo se convirtió en la divisa de los oportunistas en las filas de la Segunda Internacional, quienes pronunciaban discursos revolucionarios dirigidos a los trabajadores a la vez que se sentaban a negociar sus agendas políticas personales con los gobiernos burgueses. Fácilmente, los revisionistas llegaron a ser la tendencia predominante. Empero, las crisis económicas volvieron eventualmente a formar parte de la vida del capitalismo, pese a los pronósticos reformistas, puesto que sus medidas de adaptación –como el crédito– no suprimen esencialmente la anarquía del modo de producción capitalista, como lo señaló Rosa Luxemburgo en “Reforma o Revolución”, en 1899: “O el revisionismo tiene razón en lo relativo al desarrollo capitalista, y por tanto la transformación socialista de la sociedad es una utopía, o el socialismo no es una utopía, y entonces la teoría de los ‘medios de adaptación’ es falsa.” 

La derrota de la revolución rusa de 1905 dio nuevo aliento a la reacción y a los reformistas por igual, que siguieron promoviendo la negociación de mejoras graduales con los gobiernos nacionales, deponiendo consecuentemente la lucha social y el internacionalismo proletario. Llegada la Primera Guerra Mundial, en 1914, los líderes socialdemócratas de toda Europa aprobaron los ‘créditos de guerra’ (“en defensa de la patria”), arrojando a los trabajadores de distintos países al campo de batalla, unos contra otros, para pelear y morir no en defensa de sus intereses de clase, sino de los intereses de sus explotadores, que competían entre sí mediante el conflicto armado.

La consecuente catástrofe humana no fue casual, sino el resultado directo de una política equivocada; los dirigentes ‘social-chovinistas’ se convirtieron en los hechos en lacayos de la burguesía, atenazados como estaban a la ideología de ésta. Pero su complicidad con la guerra imperialista no fue la única traición que cometieron contra la clase trabajadora, sino que al término de la guerra los líderes socialdemócratas alemanes vacilaron de manera criminal ante la posibilidad de llevar al proletariado a la toma del poder durante la revolución de 1918 e incluso entregaron a Rosa Luxemburgo y a Karl Liebknecht –los líderes de la tendencia revolucionaria– a las fauces de la reacción (que no se apiadó de sus vidas), condenando al estado obrero nacido en Rusia (1917) al aislamiento, frustrando por añadidura la perspectiva entonces franca de la revolución internacional. Sólo los socialdemócratas rusos y los serbios se habían opuesto a la guerra; la Segunda Internacional no sobrevivió muchos años más. En palabras de León Trotsky: “Es evidente que ya no estamos ante tales o cuales errores, ante éste o el otro traspié oportunista, ante una serie de discursos torpes pronunciados desde la tribuna del parlamento, (…) estamos presenciando la bancarrota de la Internacional, en el momento más crítico y de mayor responsabilidad (Trotsky, Mi Vida, Ed. Akal, p. 248).

Fecha: 

marzo de 2014

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