Julio Antonio Mella y la revolución mexicana. Aquí nadie pasa hambre

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Cuauhtémoc Zapata (Julio Antonio Mella)

El 10 de enero de 1929, Julio Antonio Mella fue asesinado en la esquina de las calles Abram González y Morelos en la Ciudad de México. Este revolucionario internacionalista nacido en Cuba fue el fundador de la Federación de Estudiantes Universitarios (FEU) y del Partido Comunista Cubano (PCC), tuvo que salir exiliado a México en 1926 huyendo de la dictadura de Machado. Mella estaba claramente influenciado por la revolución rusa y sus principales dirigentes Lenin y Trotsky. En México, Julio Antonio fue un incansable luchador, organizando a estudiantes, campesinos y obreros, llegó a ser Secretario General interino del Partido Comunista Mexicano, lo que muestra sus dotes políticos, siendo muy joven. Con la degeneración burocrática en la URSS Mella tiene toda una serie de choques con los estalinistas, simpatizó con las ideas de la oposición de izquierda que conoció a través del comunista catalán Andreu Nin en 1927 en el IV congreso de la Internacional Sindical Roja en la URSS. Esto se puede demostrar leyendo artículos como ¿A dónde va el ARPA?

En México desde el año 1910 se inició un proceso revolucionario y una guerra civil que destruiría el viejo régimen. El campesinado mostró todo su potencial revolucionario pero su condición de clase no le permitió construir una nueva sociedad que diera solución plena a las demandas sociales de las masas, lo cual solo era posible sino avanzando hacia el socialismo bajo la dirección de la clase obrera, como ocurrió en la revolución rusa de 1917. Ante la ausencia de una dirección bolchevique al frente de la clase obrera los sectores que representaban a la naciente burguesía nacional finalmente fueron los triunfadores, pero tuvieron que dar concesiones a las masas, estableciéndose un régimen bonapartista. Los dirigentes, de los cuales nace el PRI, se autoproclamaban los herederos de la revolución pero no eran más que sus hijos bastardos y sus usurpadores,

Mella a su regreso de la URSS escribe una crítica a la revolución mexicana y sus dirigentes en un lenguaje comprensible, en forma de cuento bajo el seudónimo de Cuauhtémoc Zapata. Este fue publicado en el periódico del Partido Comunista Mexicano, El Machete, en su número 77, escrito el 27 de agosto de 1927 y lo ponemos a disposición de nuestros lectores.

Aquí nadie pasa hambre

Saludo a mi amigo el licenciado. Me presenta con igual ceremonia que si estuviera en la corte, a “don Manuel Rodríguez, revolucionario sincero, industrial progresista”

— ¿…?

—  Pero, ¡eres tú!

—  Sí hombre, soy yo. ¿No lo parece?

— Nada, estás muy cambiado. No se te conoce. ¿Qué eres? ¿Qué haces?

— Ya lo dijo el licenciado que es un hombre inteligente: soy “revolucionario sincero”, como siempre, e “industrial progresista”.

— ¡…!

— Bueno, señor licenciado, me retiro con este viejo amigo. Dejo el asunto en sus manos. Confío en su “CIENCIA”.

— Descuide usted. Adiós don Manuel.

— Ya le he dicho: no me diga más don Manuel, sino compañero Rodríguez.

— Está bien. Perdone, don…compañero Rodríguez. Todo saldrá bien. Usted triunfará.

Yo no salía de mi asombro. Parecía estar en el teatro. Quise comprender e indagué:

— Oye, mano, ¿no te llamabas Centella cuando nos conocimos en los Batallones Rojos? Ese nombre era uno de tus orgullos. Y eso de “industrial”. Creo que me están tomando el pelo. Otra cosa: ¿qué haces con ese licenciado politiquero profesional y extorsionador de obreros en las Juntas de Conciliación?

— Te contaré —respondió el don Manuel un tanto embarazado—; pero antes vamos a comer. Tú sabes que nosotros los revolucionarios creemos que primero se llena el estómago y luego se piensa. ¿No dicen así los “marxistas”, como tú decías que debemos ser todos?

— Sí, los “pancistas”…

Me metió en un automóvil que aguardaba y, sin palabras previas, dijo: “Juan, vamos a comer”.

Cruzamos calles. Llegamos. Nos bajamos frente a un restaurante. La música, los espejos, las miradas de las mujeres y el olor de los platos raros desequilibraban los nervios. Durante un rato no hablamos. El menú absorbe la atención cuidadosa de mi amigo. Finalmente, por decir algo, exclamé:

— ¡Qué alegría! Ya llevábamos mucho tiempo sin vernos. Estás muy cambiado. Estás muy… gordo.

En efecto, don Manuel tiene el aspecto común a los burgueses y a los cerdos que tantas veces han reproducido los pintores y los caricaturistas; el estómago era todo el cuerpo y la cabeza y los demás órganos parecían simples adornos del estómago.

— Sigo siendo el revolucionario de antes —anunció defendiéndose de un ataque que veía en mi rostro—; pero ahora soy más realista, más sabio, en fin, más práctico. “Renovarse o morir”, y no dicen así.

— Sí. (“Sí” es la palabra benévola que suplanta al insulto muchas veces)

La primera copa de vino desató su entusiasmo y su lengua. Habló:

— Ayer fuimos a la revolución para destruir la reacción porfirista, la maldita tiranía y su continuación, el huertismo. Queríamos que todos los hombres fuesen iguales. “Derechos iguales y posibilidades iguales para todos, ése era uno de nuestros lemas. Pero la revolución ya terminó. Conquistamos lo que anhelábamos y ahora es el momento de la revolución.

Un eructo, producido por las salsas infernales de sopa, interrumpió su perorata. Luego continuó:

— Necesitamos libertarnos del extranjero imperialista. Si luchamos es para tener nuestras propias fábricas.

—  “Propias”… ¿de quién?

— Pues, de los ciudadanos más aptos, más enérgicos, más prácticos.

— ¡Ah! Yo creía, y así creíamos muchos en los Batallones Rojos, que algún día las fábricas iban a ser de todos los trabajadores.

— ¡Tonterías! Hombre, parece que los años no pasan para ti, que igual que… (Una espina de pescado clavada en el cielo de la boca lo hizo detenerse) Yo sí estoy haciendo ahora la revolución. Mira obtuve del gobierno una concesión para proveer de ropas a las Fuerzas del Estado. Yo tengo una fábrica de tejidos que es orgullo del país. Allí doy de comer a muchos padres de familia. Allí no hablo de socialismo, sino que lo pongo en práctica. Tengo una escuela que enseña la necesidad de que estén unidos todos los encargados de la producción: obreros y patronos. Allí se perfeccionan muchos obreros; hoy mi producción es superior a la de los competidores; allí, en fin, estoy haciendo verdadera patria. ¿A qué más podríamos aspirar los revolucionarios?

— Está bien. ¿Y ese asunto que tienes con el licenciado?

— ¡Ah! Eso es diferente, otra cosa. Resulta que hay en la fábrica un grupo de comunistas y no dejan trabajar en paz a los demás obreros. He tenido que expulsarlos y ahora me reclaman en la Junta de Conciliación y Arbitraje. Quieren impedirme que haga un reajuste de salario. ¡Hay que sacrificarse por los demás, por la patria, por la humanidad! El obrero honrado y revolucionario comprende esto muy bien. Solamente le interesa que lo dejen trabajar para llevar un poco de pan a sus hijos. ¡No! ¡Eso sí que no! ¿Comunismo en México? ¡Nunca! Primero que vengan los gringos. Hay que ser como yo, socialista práctico. Tengo industria, doy sus derechos al trabajador, un lugar para trabajar él y su familia, un salario que no ganaba antes de la Revolución, facilidades para comprar con vales en mi tienda de abarrotes, un hospital si se enferma, y si se muere yo corro con el entierro. ¿Qué más desean? Pero hay que reconocer mis derechos. Tengo un capital invertido que hice con mi trabajo y talento en la concesión que te dije y la responsabilidad de la marcha de toda una fábrica que nadie se atrevería a llevar como yo. “Libertad, Igualdad y Fraternidad”, esto es lo que pido y doy. ¡Lo demás es bolcheviquismo! Hemos conseguido la libertad para trabajar en donde cada uno quiera, la igualdad del rico y el pobre ante la ley y deseamos la fraternidad entre uno y otro. Aquí nadie pasa hambre. Todos pueden trabajar, te lo repito.

Don Manuel se detuvo como Sancho después de amonestar a Don Quijote. Creía haber dicho el novísimo evangelio social.

El mozo del restaurante, disfrazado con un frac negro como los aristócratas del Jockey Club, trajo la cuenta: $ 12.50 por dos comidas y un sanchich para el chofer, que lo había comido teniendo al volante por mesa y el ruido del motor por música.

“Aquí nadie pasa hambre”… ¡indudablemente! Cuando se levantó y pagó, dejando sobre el plato un vuelto de $2.50, iba chiflando la Adelita, como años antes en los campos de batalla. El mozo disfrazado de aristócrata hizo una reverencia como una chango ante un espejo.

— Yo soy un hombre demócrata. Me voy al Zócalo a pie. A lo pelado. Voy a despedir al chofer porque esta noche tengo… un paseíto y debe descansar. ¡El pobre tiene que atender el volante mientras los pasajeros atendemos a lo que llevamos al lado! Hay que inventar automóviles movidos por radio, sin choferes, ¿no? Bueno, ¿me acompañas?

— Sí — contesté otra vez.

Aquella frase “aquí nadie pasa hambre”, dicha por un “revolucionario”, me zumbaba en los oídos como una avispa. Do— ce cin— cuen— ta u— na co— mi— da ¡Lo que gasta un obrero durante medio mes! “Libertad, Igualdad y Fraternidad”. ¡Está bien! La libertad de venderse a un patrón o a otro; todos explotan igualmente. La igualdad entre el que tiene todas las riquezas y el que solo tiene un cuerpo debilitado por el hambre y el trabajo, y finalmente, la fraternidad entre el explotador y el explotado. He aquí lo que quería don Manuel. Esta era su fórmula, la fórmula de la burguesía internacional.

Un burgués explotador, un traidor cínico son casos naturales. Pero este don Manuel era algo insólito: mezcla incomprensible de socialismo y burguesía. El “espíritu práctico”, máscara de la explotación, era su argumento supremo. Hay burgueses, hay traidores, hay revolucionarios. Pero una mezcolanza híbrida de estas tres cosas no creía que pudiera existir. Sin embargo, es posible que antes de la fábula cristiana de María y las mulas no se conocieran tampoco estos animales. He aquí lo que son don Manuel y los de su especie: ¡mulas de la Revolución! Caminamos. Manuel lleno de entusiasmo (el alcohol de la comida no era ajeno a ese entusiasmo cívico), seguía cantando las excelencias del hoy, comparándolo con el ayer.

— Todos los hombres son felices –aseguraba—  Si sabes comprender verás que hasta el cargador que lleva sobre sus espaldas por varios kilómetros su bulto está contento, porque es un hombre libre. Puede votar, ser diputado y gobernador. ¡Yo espero algún día ser algo! Hay una Constitución lo mismo para el pobre que para el rico. ¡Cuántos obreros hay hoy que son ricos y gobernantes de influencia! Muchos han hecho posición y son personas distinguidas. ¡Esto lo ha ganado la Revolución!

De pronto nos detenemos en una esquina. Estamos frente a una pulquería: Mi Revolución Social, tal es su nombre. Hay dos grupos grandes de gente del pueblo. Reina cierta agitación: la de los vencidos que luchan por la vida y la de los rebeldes que también luchan. En medio de los dos grupos que había frente a la pulquería dice don Manuel:

— Si el pueblo bebe hoy no es para olvidar sus penas, como ayer, sino para festejar su libertad. Fíjate, beben, cantan, insultan al Gobierno, y el representante de la autoridad sabe que son ciudadanos libres y los respeta ¡Cuándo íbamos a ver esto antes de la Revolución!

Mientras él hablaba, en uno de los dos grupos que había frente a la pulquería el “trabajo” se intensificaba. “Aquí nadie pasa hambre… todo el mundo puede trabajar”. Parecía que estábamos en una atmósfera distinta. Al olor clásico de las pulquerías se unía el nauseabundo e insoportable producido por los desechos de frutas, vegetales, etc., en descomposición. Junto a la caseta negra de un transformador de energía eléctrica los locatarios del mercado arrojaban los desperdicios de sus puestos, los que no servían ni para venderse clandestinamente en los restaurantes de a tostón; el jitomate rojo y negro como un tumor de carne humana con pus, las frutas podridas que se convertían en una pasta negruzca muy semejante al lodo que abunda en las esquinas, donde las carnicerías y las casas particulares arrojaban también todo lo que no servía y molestaba por el olor a sus propietarios. Sobre sus inmundicias, donde los gérmenes de todas las enfermedades se reproducían, donde las moscas acudían como a un paraíso, un grupo de hombres y mujeres, que en nada se parecían a los demás hombres y mujeres, disputaban a unos perros flacos las primicias del libre y comunal depósito de alimentos.

Miré a don Manuel, pero él no veía aquello, seguía contemplando como el borracho gozaba de la libertad conquistada en la Revolución, que era según él: beber pulque e insultar. Comprendí que tenía razón: “Aquí nadie pasa hambre”. Tuve deseos de insultarlo y golpearlo. Me repugnaba más que la peste y que el cuadro de miseria. Pero miré al otro grupo. Era un grupo compacto de obreros con sus uniformes de mezclilla azul para el trabajo. Leían ávidamente un cartel encabezado por una estrella con una hoz y un martillo:

“Obreros, Campesinos, Revolucionarios Todos: dos hermanos inocentes van a morir. Contemplar en calma un crimen es cometerlo. La unión de todos nosotros los podrán salvar. Unámonos y arranquemos de las garras del imperialismo a los camaradas Sacco y Vanzetti. Unámonos en esta batalla parcial de la guerra de clases, y que la unión nos sirva para la lucha final del mañana.”

Allí estaban los vengadores del hambre y la miseria del otro grupo; los vengadores de los que traicionan sus intereses de combatientes, agotando sus energías, que debían ser revolucionarias, con el alcohol; los vengadores de los que sufrían por don Manuel y por los muchos don Manueles que existen.

“La lucha final”, ¿cuándo será?

La estrella roja con la hoz y el martillo, como símbolo de una sociedad nueva; la figura porcina de don Manuel, como emblema del régimen burgués; el montón de seres sobre el montón de podredumbre, como gestación de los vengadores implacables, y el grupo de proletarios, como los conductores de la revolución social: todo esto lo vi claramente, superpuesto y a la vez, como una combinación cinematográfica de varios cuadros.

Tomado de JA Mella, Documentos y Artículos, Editorial de Ciencias Sociales, Instituto Cubano del Libro. Publicado por primera vez en El Machete, No. 77.
 

Fecha: 

México DF, 27 de agosto de 1927

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